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RELATOS CORTOS

Todos los textos aquí publicados son propiedad de M. J. Rubio. Si se hace algún uso de ellos, hay que indicar el autor, sino será reconocido como plagio.

                                                                                                                              Año 3159

                                                                                                                              Situación: Zona Antártica.

Recuerdo que la primera vez que estuve en estas latitudes tan bajas, mi abuela, una auténtica enciclopedia viviente, me advirtió de que mucho tiempo atrás, cuando ella era tan sólo una cría, sus padres la habían llevado a visitar el gran continente helado. Yo, como solemos hacer los jóvenes, no le preste apenas atención, limitándome a reclinar la cabeza asintiendo de una forma totalmente ausente.

¡Qué estúpida fui! Perdí una gran oportunidad de ampliar mis conocimientos, y ahora, con el paso de los años, lloro su recuerdo por todo aquello que murió con ella y que ya nunca podrá ser.

Por entonces, con apenas ocho años cumplidos, el azul de la mañana era tan diferente… ¡tanto! Que hoy me es imposible describirlo. Es curioso, una no llega a pensar que eso pueda ocurrir, que el recuerdo permanece en el interior de una forma imperecedera. Eso es cierto aunque lamentablemente sólo en parte, pues la ausencia de una referencia estable hace que el recuerdo acabe transformándose en una sola línea de lo que antes fue una extensa carta.

Y ahora que regreso a este lejano punto cardinal, la nostalgia me obliga a relatar la única historia que guardo en mi recuerdo; un mísero legado del gran libro que a buen seguro, retenía la abuela en su añorada memoria.

Sí. Aunque os cueste creerlo, antaño todo esto era un vasto continente helado que se perdía más allá del horizonte. Desde el punto en donde nos encontramos, mirásemos donde mirásemos, las extensas llanuras heladas se perdían en los cuatro puntos cardinales. Y el frío, esa sensación que desconocéis, era el amo y señor en este territorio.

La situación había permanecido estable y monótona durante toda una eternidad. Nada parecía poder cambiarla. Sin embargo, cambió…

Primero de una forma casi imperceptible, incluso podría haberse impedido que la catástrofe llegase a ser tal. Pero aquel que recordamos como nuestro mayor depredador, el hombre, ciego en su omnipotencia no quiso o no supo aceptar la realidad. Y para cuando quiso reaccionar ya era demasiado tarde.

La abuela me explicó que esa esfera roja y brillante, la que vemos renquear entre las estrellas, llegó a ser un segundo hogar para el hombre. Tan entusiasmado estaba en su logro que olvidó mirar a su morada natural. Muchos dicen que fue la fatalidad lo que desencadenó la tragedia, pero la abuela nunca dio crédito a esa leyenda. Ella sabía quien era el único responsable: El hombre.

Su afán inicial de perfeccionamiento de la especie humana, acabó convirtiéndose en un ansia imparable de riqueza. La destrucción del entorno, conducido por el beneficio personal, acabó por ser su único dogma de fe.

Entonces cayó la primera montaña blanca, desprendiéndose del gran continente helado y fundiéndose en el mar. Y el mar, nuestro único dios, elevó su mirada hacia los continentes poblados. Su primera reacción, ¡cómo no!, fue la de reunir a todos los sabios para buscar una solución satisfactoria para la humanidad.

Y cayó la segunda montaña. Y el mar, nuevamente, dio un largo paso sobre las tierras bajas de los continentes. Y los humanos, aterrados, iniciaron una masiva huida hacia las montañas de arena dura y oscura del interior. Los sabios, en continuo desacuerdo, pidieron ayuda a sus colegas que vivían en la esfera roja. Estos se desentendieron, argumentando que ya tenían bastante con los problemas de supervivencia que a diario debían de solventar para que la vida se aferrase en el planeta rojo.

Aquel acto de egoísmo fue la salvación para los gobernantes. Con falsas promesas consiguieron que el miedo del pueblo se transformase en ira. ¡Los que moraban el planeta rojo debían de morir! ¡Eran los culpables! Los esfuerzos en construir los vehículos espaciales fueron inmensos, como lo fue el desperdicio de mentes y de vidas y, naturalmente, de un tiempo que era imposible de recuperar.

Sobre la esfera roja ya no quedaba vestigio alguno del paso del hombre, él mismo se había encargado de exterminarlo. Entonces cayó la tercera montaña helada. Los gobernantes, junto a los sabios, se trasladaron a la montaña más alta. Desde allá, enfrascados en mil y una discusiones dogmáticas, vieron como la lengua de mar subía día a día. Cada amanecer el azul desdibujaba una porción de la arena.

Entonces un sabio tuvo una visión. Y los gobernantes, esperanzados, aclamaron a los cuatro vientos que la salvación estaba próxima. Partieron en un gran navío hacia el gran continente helado. Tras largas jornadas de estudios y cavilaciones llegaron a una solución definitiva: Prohibir todo aquello que la madre naturaleza rechazaba, si no la lastimaban ella acabaría por curarse y todo volvería a la normalidad. Regresaron, pues, contentos y esperanzados. Los gobernantes parecieron acatar la decisión de los sabios, pero pidieron tiempo para que el pueblo pudiera adaptarse a la nueva situación. Ninguno de ellos deseaba que sus súbditos perdiesen el poder de la comodidad, es decir, el de la individualidad.

Y cayó la cuarta, y última, montaña de nieve. El pueblo quedó sepultado bajo el azul. Los gobernantes, junto a los sabios, continuaron en el navío. Ellos debían de preservar la raza humana, haciendo uso de su derecho al sentimiento de culpa decidieron sacrificarse por el resurgir de la civilización: Crearían una sociedad más justa, más concorde con el medio natural, menos materialista y más espiritual.

Pasaron los años y nada cambió: Los sabios persistían en sus estudios sobre lo acontecido, los gobernantes en la creación de una ley que regulase la base principal de la nueva humanidad.

Un amanecer, finalmente, ambas partes alcanzaron el objetivo tanto tiempo buscado… Pero, nuevamente, era demasiado tarde. La edad de la creación había abandonado a mujeres y hombres… Unos a otros se recriminaron la falta de previsión, los sabios perdieron la batalla y fueron abandonados en un pequeño bote neumático. Incapaces de ponerse de acuerdo en la dirección a seguir, unos a otros se achacaron la nueva derrota hasta la última gota de agua, hasta el último aliento, hasta que el bote quedó yermo de vida vagando en la inmensidad del azul.

Los gobernantes, ¡cómo no!, se encerraron en sus aposentos para estudiar y sacar conclusiones sobre la nueva situación… Y ahí siguen, y seguirán eternamente. Como un fiel reflejo de lo que fue, para que nuestras generaciones futuras, al ver la estela del gran féretro en el que se convirtió el navío,  sepan apreciar el valor de la vida.

 

El hombre, el rey de la creación, pudo salvarse.

Pero creyó que la naturaleza, nuestra madre, no era nada.

Y, en su mal concepto del individualismo, acabó siendo nada.

 

Y tal y como me dijo la abuela, nademos libres sobre los cuatro puntos cardinales. Bufemos el aliento al aire y señalemos nuestra presencia con un hermoso surtidor de espuma blanca y no permitamos que esa espuma apague el aliento de otra, pues esa otra nada junto a nosotras y sin el, tarde o temprano, nosotras también seremos nada.

Se había sentado en el borde de la ventana, balanceaba los pies para escuchar el rítmico golpear de los talones contra la pared de la fachada acompasando una antigua balada de Depeche Mode.

–I want somebody to share, share the rest of my life…

Hacía tiempo que lo había decidido, había dejado escapar la vida y ahora sentía que era demasiado tarde para enderezarla: Noches de fiesta, eternas tardes de compras, fines de semana en el lugar más insospechado. ¡Era la envidia de todas sus compañeras de la oficina!
Pero hoy se sentía vacía…

– …Share my innermost thoughts; know my intimate details, someone who’ll stand by my side…

Era la joven, la nena de todos sus compañeros, de un modo afectivo naturalmente. Ella salía, entraba, volvía a salir. Hacía lo que le venía en gana en cualquier momento, no tenía que dar explicaciones a nadie, nadie le esperaba en casa…

– …and give me support, and in return, she’ll get my support…

Las obligaciones hogareñas de sus compañeras eran, invariablemente, el inicio de una mundana conversación que finalizaba siempre con algún comentario jocoso hacia lo bien que ella se lo pasaba, sin hijos, sin lavadoras, sin tener que discutir porque el marido de turno quería ver el futbol…

–…she will listen to me, when i want to speak, about the world we live in and life in general…

Siempre con ganas de fiesta, de una forma casi obligada salir y conocer al chico guapo de turno, para luego, pasase lo que pasase, dejar entrever un final ardiente y apasionado que sonrojaba de felicidad a sus compañeras, hartas del mismo hombre, hartas de sus monótonas vidas…

–…though my views may be wrong, they may even be perverted, she’ll hear me out and won’t easily be converted…

La habían erigido como un icono, un símbolo al que admirar o envidiar, de una forma sana, eso sí, sin malicia. A fin de cuentas ellas deseaban ser como ella, aunque sólo un momento, el justo para salir de la monotonía. Incapaces de hacerlo ellas mismas reflejaban sus frustraciones planeando sus próximas salidas…

– …to my way of thinking in fact she’ll often disagree, but at the end of it all, she will understand me…

Llena de cosas y trastos del consumo compulsivo, un par de zapatos para cada día, un vestido que nunca repetía a la siguiente temporada, el mejor perfume, el mejor complemento deseado por todas…

– …aaaahhhhh…

Lo curioso era que sus compañeras nunca habían pasado una tarde libre con ella, siempre hacían planes que invariablemente se deshacían por un motivo u otro. Ahora que lo recordaba ni tan sólo se habían preocupado cuando se ponía enferma, bueno eso no era cierto del todo, le enviaban mensajes al contestador del teléfono o al Facebook. “Qué monas ellas” se decía sonriendo casi a la fuerza…

– I want somebody who cares for me passionately, with every thought and with every breath…

El Facebook, ese era otro asunto al que darle de comer a parte. ¿Cuántos contactos tenía? ¿Cinco mil… dos mil seiscientos? Ya ni lo recordaba, tenía tanta gente adosada en la red que el sonido del pitido de entrada de mensajes competía con el tic tac del reloj… ¡y ganaba!

– …someone who’ll help me see things in a different light, all the things i detest…

En un principio había llegado a recordar las caras de los primeros cien amigos cibernéticos, estaba muy orgullosa de ello, pletórica con la autoestima más allá de la Luna. Qué importante se sentía, todo giraba en torno a ella…

– I will almost like, i don’t want to be tied to anyone’s strings…

Su padre siempre había sido un tipo serio, la había mimado mucho decía su madre, ella siempre lo había negado. Era imposible, un tipo serio como él mimando a una niña como ella…

– I’m carefully trying to steer clear of those things, but when I’m asleep…

Hacía dos años que había muerto, ella no fue al entierro, estaba de viaje. Aunque lo sintió por su madre en el fondo le dio igual. Él no se merecía ni una lágrima suya, tan estirado, tan serio…

– I want somebody who will put their arms around me and kiss me tenderly…

Su madre no le reprocho nada, simplemente le dio un pequeño sobre que contenía una cinta de video. “Cuando te sientas humana mírala” y como si nada cambió de tema. Ella quiso preguntarle pero su madre invariablemente eludió el tema.

– …though things like this make me sick in a case like this….

Hacía poco más de una semana que finalmente se decidió, tras dos años de almacenar polvo en el armario cogió la cinta de video. Era una noche aburrida, no tenía otra cosa mejor que hacer. El aparato de video se resistió en funcionar, tanto tiempo estaba en desuso…

– I’ll get away with it,
aaaahhhhh….

Allá estaba su padre, sosteniéndola cuando ella apenas tenía un año. Susurrándole una nana para que se durmiese, susurrándole aquella canción…

–Alguien con quien compartir un mundo feliz…

La voz ronca era milagrosamente melodiosa, la traducción poco tenía que ver con la letra original, los acordes no dejaban lugar a duda de que canción se trataba. Él la abrazaba, la besaba con dulzura acariciándole la mejilla para que se durmiese, ella dejaba caer la mano acurrucándose contra su padre…

–Alguien con quien compartir un mundo feliz…

Luego se vio a ella con cinco años, el día de su cumpleaños su padre disfrazado de caballero, ella de princesa. La voz de su madre les pedía que se quedasen quietos para hacerles una foto. Las imágenes parpadearon cuando cambiaron, ahora ella tendría como poco unos diez años, su padre le estaba ayudando a montar aquel puzle tridimensional de las pirámides que aún guardaba. Y escuchó aquellas palabras de su madre y ya nada fue igual.

–¿Por qué grabas siempre estas cosas mami? –le había preguntado mientras le pasaba una pieza a su padre.
–Quiero que nunca olvides estos momentos, que te sirvan para alegrarte cuando nosotros no estemos.
–Yo nunca os olvidaré.
–Eso habría que verlo –bromeó su padre devolviéndole la pieza del puzle.
–Nunca papa, nunca es nunca –aseveró levantando las manos en señal de victoria

Por fin salía su madre, las dos estaban en la cocina preparando unas natillas, ella con dieciséis años, aquel corte de pelo que su madre odiaba tanto y ahora comprendía el porqué, estaba sencillamente horrorosa.

–Papa, tú nunca juegas conmigo –le recriminó mientras removía la masa de las natillas.
–¿Estás segura de eso? –le preguntó su madre.
–Nunca papa, nunca es nunca –dijo su padre con retintín, ella no entendió la broma y lanzó un manotazo contra la cámara.

Dieciocho, ¡tenía dieciocho años! Aquel día amaneció con una claridad impropia, casi lujuriosa para ella. ¡Esperaba tantos regalos! ¡Tantas felicitaciones! El día transcurrió como una borrachera, embriagada por los cientos de mensajes del facebook, SMS y llamadas telefónicas. Y los regalos de sus amigos íntimos, los de carne y hueso.

Cuando llegó a casa estaba tan impaciente y nerviosa que no dejó articular palabra alguna a sus padres, menos aún a su hermano menor. Él sólo tenía doce, era un mocoso responsable al que adoraba a su manera, es decir, sólo cuando ella podía dominarlo, de lo contrario era el niño más imbécil e inútil del mundo y no le importaba menospreciarlo si era necesario para que ella consiguiese algo. Recordó que le dejaron hablar y hablar, gesticulando pletórica de felicidad, mostrando cada uno de los regalos recibidos con la consiguiente interminable explicación. Luego sus padres le taparon los ojos sin decir nada, llevándola a la terraza para mostrarle su regalo:
Un Seat Ibiza de segunda mano envuelto en un gran lazo rojo aparcado en el parking
descubierto de la finca.

–¿Es una broma, no? –Dijo ella– Es el peor regalo que nadie me ha hecho nunca.

Intentó explicar el motivo de su decepción, pero no lo consiguió. Intentó justificar las palabras, no eran las apropiadas para plasmar los ambiguos sentimientos que la perturbaban, solo consiguió empeorar más las cosas y que nada volviese a ser como antes. Ella quiso decirles que estaba realmente agradecida por el gesto pero aquel no era el coche que quería, que no eran unos muertos de hambre para ir con aquella antigualla, que lo justo era ir con ella a escoger el coche. Su orgullo pudo más y al día siguiente abandonó su casa para no volver nunca más.

Culpó a su padre por ello, por su rancia tacañería, por intentar inculcarle que las cosas costaba ganarlas, que la vida no era fácil. Se empeñó en demostrarse que él estaba equivocado, acabó sus estudios, encontró un trabajo bien remunerado y comenzó a vivir… O eso creyó ella hasta aquel día.
Cuando vio el vídeo se dio cuenta de lo equivocada que estaba, del daño irreparable que le había hecho a su padre… y en la mano tenía la prueba.
Junto a la cinta había un pequeño frasco, como el de las muestras de colonia, con una nota de su madre:

Querida hija, tu padre nunca te perdonó. Porque nunca estuvo enfadado contigo. Siempre esperó a que volvieses, cada día cuando entraba en casa lo primero que hacía era ir a tu habitación. Se encerraba allí un rato… y lloraba. Lloraba de pena, el corazón fue apagándose hasta que ya no pudo más. Una noche lo encontré tumbado en tu cama, con uno de tus peluches. Lumi, ¿lo recuerdas? Estrujaba con fuerza sus grandes orejotas, como tú hacías. Aún dormido lloraba como un niño desconsolado. En este frasco guardó sus lágrimas, para ti, para que supieras que eras lo que más quería en el mundo… y que te esperaba. Siempre te esperaría.
Él nunca mostró reproche alguno por tu falta de consideración hacia nosotros, nunca, nunca dijo una mala palabra sobre ti, al igual que tu hermano. Era un hombre de pocas palabras, no sabía expresar sus sentimientos. Poco antes de morir me dio el frasco y me dijo:
–Cariño esto se acaba, dile cuando la veas que lo abra sólo si llora por mí.

Y Ahora estaba llorando. Abrió el frasco con las manos temblorosas y esparció las lágrimas de su padre por el cuello como si fuese un perfume muy caro.
Y lloró toda la noche, sentada en el borde de la ventana tarareando la balada de Depeche Mode, acompasando el ritmo golpeando los pies contra la fachada del edificio.
Y al despuntar el alba había rellenado el frasco con sus lágrimas.
Y se preguntó si alguien lloraría por ella y lo abriría.
Hacía tiempo que lo había decidido, hoy visitaría la tumba de su padre. Hoy volvería a nacer.

Para entonces la balada ya se había convertido en la nana de su padre y se sentía orgullosa por ello, por recordar aunque sólo fuese una parte de las estrofas.
Por recordarle a él.
Por amarlo, aunque fuese demasiado tarde.

–Alguien con quien compartir, un sueño feliz,
Creer que el Sol no sólo nace por mí,
Y desear compartir, incluso sonreír,
Sí un día la mañana se ha vuelto gris…
Por qué siempre, siempre,
Yo estaré junta a ti.

Visitaría la tumba de su padre y abriría el frasco esparciendo las lágrimas sobre la lápida
Y después de muchos años se sentiría plenamente feliz.

 

 

14 de abril de 2011, siendo las 00:14 de la madrugada….o más.

–Te digo que es cierto. ¡Yo la vi! Estaba ahí, tras ese árbol, justo al pasar el riachuelo.
–Andrés golpeó con el índice izquierdo la pantalla para señalar el punto justo–. Debe
ser un huevo de pascua del programador.
–Tu cabeza sí que es un huevo. Tienes el cerebro hervido de tanto jugar y hasta te
imaginas a la Britney Spears moviendo el ombligo tras los matorrales.
–¡Que no Mario!
–Demuéstramelo –Mario le tendió el joystick, apartándose del teclado indicó que
tomase asiento frente a la pantalla–. Pero te advierto que si me estás tomando el pelo…
–Oye –apretó escape, la partida abandonó el modo de pausa y las hojas de los árboles
se zarandearon al viento–, no estoy muy seguro de lo que toqué o si pisé alguna
zona secreta que activa el huevo de pascua.
–¿Ya empiezas con excusas?
–He comprado varias guías, –negó con aire severo– pero no dicen nada al respecto.
¡Ni en Internet! Pero creo que he dado con la clave, –miró a Mario con aire dubitativo–
o eso espero.
Mario, con un movimiento pausado de manos, le invitó a avanzar por la desmantelada
área de reparaciones de Jungel Park y Andrés, sonriendo forzadamente, empujó
hacia delante el joystick para que las imágenes de la pantalla avanzasen marcando el
movimiento del protagonista.
El cañón del rifle semiautomático señalaba la dirección de descenso por la empinada
cuesta que se adentraba en las ruinas, cubiertas de vegetación, de lo que antaño
había sido uno de los puntos neurálgicos de Jungle Park. Los sonidos envolventes de la
jungla tronaban por los altavoces haciendo que la sensación de realidad ganase puntos.
Tomó el primer camino a la derecha, al pasar junto a un cobertizo fue recompensado
con un kit médico. Se detuvo, apuntando a un contenedor metálico espero el
envite que se avecinaba.
–Ahí viene el primero –Murmuró Andrés sin apartar la vista de la pantalla–, el segundo
lo hará por la izquierda y el último, el muy canalla, lo hará desde atrás.
No se equivocó, el primer velociraptor surgió como una exhalación desde la parte
trasera del contenedor. Dos tiros de rifle y ya era historia, giró rápidamente para vaciar
el cargador sobre el segundo, cambió a la magnum, dio dos pasos atrás y, dejándose
caer al suelo, hizo lo propio con el tercer atacante.
–Estás herido –indicó Mario al ver como las imágenes de la pantalla renqueaban al
avanzar el protagonista.
–No pienso utilizar medicinas. –Andrés dirigió al personaje hacia un enorme contenedor
volcado junto a una charca– El otro día no las usé y apareció ella. ¡Quizás sea el
truco!
Oculto tras las paredes metálicas se tomó unos segundos para orientarse. A la izquierda
de la pantalla se divisaba un barracón en buen estado con dos cajas de madera,
una más alta que otra, pegadas a la fachada. Miró a derecha e izquierda antes de
avanzar, armado con el subfusil corrió disparando a un lado y a otro. No los vio, pero mientras saltaba sobre las cajas pudo oír como dos velociraptores caían abatidos. Acto
seguido se aferró a la cornisa, tras un gran esfuerzo alcanzó la azotea del barracón. Sin
detenerse tomó carrerilla y saltó al árbol más próximo y desde allá a una plataforma
oculta en el siguiente.
–¡Uf! ¡Por poco! –Exclamó Mario al ver un nuevo trío de raptores sobre la azotea.
–Pues espera, intentaran imitarme –Andrés armó el lanzagranadas–. Pero aún no
has visto lo peor. ¡Ahí llega el T-Rex!
Un fuerte temblor sacudió toda la pantalla. No esperó a verlo, descendió por una
cuerda y lanzó una granada contra un bidón de gasolina olvidado entre la maleza,
aprovechando la confusión para vadear el riachuelo que delimitaba instalaciones y
jungla.
–Ahora sólo hay que esperar –Andrés soltó el joystick.
–¿No te matarán?
–Ella me salvará. –Negó desentumeciendo los músculos de las manos.
Mario iba a decir algo, pero al ver como el T-Rex se abalanzaba hacia el riachuelo
alzó ambas manos dubitativamente.
El Rex se encontraba a menos de diez pasos de distancia cuando soltó un lastimero
bramido desplomándose sin vida. Tras él se alzaba una esbelta mujer, ataviada con una
armadura futurista que les apuntaba con un potente fusil repetidor.
–¡Cuidado! –Andrés señaló a dos raptores que corrían hacia la mujer.
–¡Tenías razón! ¡Lorna Lone! –Mario la señaló entusiasmado– ¡Y mira, parece haberte
oído!
Lorna giró rápidamente y los atacantes se desplomaron a sus pies. Con extrañeza
pateó la cabeza de uno de ellos exclamando:
–¡Gracias chicos! No los esperaba.
–Esto no puede ser –Rió Mario ladeando la cabeza–. ¡Este huevo de pascua es fantástico!
Realmente está bien pensado, hace que parezca real.
–¿Y qué te hace suponer que no lo sea?
Mario abrió la boca de hito en hito, miró primero a Andrés, luego a la pantalla y
nuevamente a Andrés.
–¿Interactivo? –Balbuceó.
–Si eso te hace feliz –Lorna arqueó los hombros–. Es otra forma de definir la vida.
–¿Cómo lo has hecho? ¿Con qué programa? –Mario se llevó las manos a la cabeza–
¡Tienes que dejármelo Andrés, es una gozada!
–Yo no hago nada. ¡Eso es lo bueno!
–¡Imposible! ¿Quieres tomarme el pelo?
–¡Que no hombre, que no!
–Si los señores me disculpan –Lorna alzó el fusil–, desearía continuar buscando una
salida. ¿Por dónde sigo Andrés?
–¿Cómo? –Inquirieron ambos a la vez.
–¿No tenías una guía de este juego? Pues entonces sabrás de sobras por donde debo
seguir, desearía poder volver a mi juego lo antes posible, si no es molestia. ¡Y dile a
Mario que cierre la boca, que le va a dar un pasmo!
–¡Demonios! –Mario retrocedió y a punto estuvo de caer de la silla.
–Con el modo consola puedo conseguir que llegues al final ahora mismo. –
Respondió Andrés– Sólo es cuestión de activar el modo turbo.
–¿Y bien? –Lorna reclinó la cabeza vehemente.
–O, sí, ahora mismo.
Andrés pulsó sucesivamente control-insert-fin, tecleando a continuación TURBO e
intro para activar el truco.
Acto seguido se inició el vídeo final. Lorna corría delante del protagonista, John
Bradley, tras ellos una manada de amenazantes raptores. Alcanzaron un acantilado,
Bradley gesticuló ostensiblemente para no perder la verticalidad, pero no evitó que su
arma se precipitase al vacío. Retrocedió dos pasos, dio un último vistazo a los dinosaurios
y sin pensárselo saltó, yendo a caer sobre el fuselaje del hidroavión de rescate que
acababa de amerizar. Lorna, con expresión pícara, observó como Bradley accedía al
interior del hidroavión, ladeó la cabeza hacia la pantalla y, mostrando una granada,
dijo.
–Gracias chicos, ya comenzaba a estar harta de este juego. Esto va por vosotros.
Lanzó la granada y saltó al acantilado. La deflagración cegó la pantalla, la música
triunfal tronó por los altavoces acompañando al hidroavión que se perdió en el horizonte.
–¡Demasiado! –Bufó Andrés.
–¿Podemos volver a verla? –Mario continuaba con la boca abierta.
–No lo creo. Pero por probar…
Repitieron el modo Turbo diez veces. Pero sólo apareció Bradley.
–Esto no se lo va a creer nadie –murmuró Mario acariciando la pantalla.
–Los duendes existen –asintió Andrés.
–¿Dónde estará ahora?
–No sé. Puede que en su juego.
–¿Lo tienes?
–No.
–¿Lo compramos?
–¡Bueno! –Andrés se levantó y desconectó el ordenador.
–¿Y si no vuelve a hablarnos?
–Si crees en los duendes –le golpeó cariñosamente la espalda–, lo hará.